sábado, 27 de febrero de 2010

Deudas insolutas, deudas insolubles

¡Qué cosas tiene la vida! El tiempo transcurre y te pasa por encima. Entre más te pasa, logras metas, cumples sueños y deseos. Pero también puedes percatarte que entre más deseos cumplas menos deseos podrás ya cumplir. Y no es que el abanico de expectativas se cierre, es el tiempo lo que te va dando para menos. Y no es que el tiempo se achique, lo que se achica es tu vida, tu tiempo; la oportunidad de cumplir deseos y lograr propósitos. ¡Qué cosas tiene la vida! Entre más deseas menos puedes desear. Incluso el acto mismo de desear te limita en el logro de otros deseos: o deseas o logras, pero no ambos actos al mismo tiempo. ¡Qué cosas tiene la vida! Y es que unos pueden soñar en cumplir deseos pero a otros se les agota la esperanza y solo pueden anhelar la satisfacción de necesidades, de pocas necesidades. Para ellos no es el tiempo lo que se achica. Lo que nació reducido es su universo de oportunidades. ¡Qué cosas tiene la vida! Unos abrigados, otros arropados y muchos más desharrapados. Unos con tiempo y paciencia, otros con menos tiempo y muchos deseos.

Pero ya me fui por otro lado. Así es esto de escribir. Tienes una idea clara de qué quieres decir y de pronto una mano mueve tu mano y unos labios se posan en los tuyos. Más bien toman su lugar. Entonces escribes algo distinto de lo que querías o hablas algo diferente de lo que pretendías decir. Sí, es de las cosas que tiene la vida. ¿Es eso el dislate? Tal vez, pero quizá sea que las palabras como los pensamientos se abren paso por sí mismos, se desenrollan, son rollos que se desenvuelven, y a veces terminas pensando lo que no pensabas pensar.

Por eso tus deudas crecen. Por ello cada vez tienes más deudas insolutas.

Murió Valentín. Con él jugué muchas veces en mi infancia, en su patio enorme lleno de aventuras, entre duraznos, los muros de adobe que habían sido un coliseo y montículos de piedra. Murió Valentín. Dejé de verlo, pero desde antes. No lo vi durante más de 20 años. Y fui a su sepelio. Vi la caja entrar en la tierra. En ella iba Valentín. No sé si lo que quedaba de él o lo que fue, pero ahí estaba. Y me sentí deudor. Una vez más. Porque las deudas se van acumulando. No me despedí de mi bisabuela, no invité a mis abuelos a los cumpleaños de mis hijos, muchas tardes los dejé esperando mi visita, muchas veces se quedó el teléfono sin sonar por una llamada mía… crecen las deudas. Y son deudas que no podré saldar.

Ayer, cuando vinieron mi mamá y mi papá a darme el abrazo, hablamos de rostros y recuerdos compartidos. Entre ellos mencionaron a Juan. Otra deuda. Juan y yo pasamos muchas horas de mi adolescencia platicando. Él tenía hermanos mayores y yo era el mayor de mis hermanos. Beto y Lalo, sus hermanos, ya trabajaban, otro estudiaba en la universidad (en el DF). Yo estaba en la secundaria (aquí en Huauchinango). Recordé, no pude evitarlo, cuántas veces anhelé preguntar por él a Lupita o a Emilio, cuántas veces me dieron ganas de platicar con él. Me imaginaba verlo de frente y decirle: “Juan, recuerdo nuestras pláticas. A tu hermano el Tiburón y al grupo de teatro que trajo de la UNAM”. Pero no, con Juan es otra deuda, una deuda más insoluta, una deuda insoluble. Como el no haber ido a la exequias de mi tío Pepe ni a las de mi tío Porfirio; ni las de mi tía Julia o de mi tía Lola.

Cuando desvelo mi memoria me doy cuenta de cuánto adeudo. Debo perdones y ser perdonado (porque pedirlo es también una deuda que tengo), debo alegrías, aclaraciones, sonrisas, silencios, cariño y muchas, muchas acciones. Adeudo justicia, adeudo respeto, adeudo atenciones. Adeudo árboles plantados, adeudo material reciclado. Adeudo. Adeudo. Adeudo.
La lista es grande. El problema, digo, es que la vida se va convirtiendo en una lista cada vez más grande de deudas, de deudas insolutas.
¡Qué cosas tiene la vida! Las deudas insolutas se convierten en deudas irresolubles, y eso por más que en atenderlas te desveles.

sábado, 20 de febrero de 2010

Sábado por la mañana.

La lluvia ha cesado (desde ayer por la mañana no ha llovido). Quise decirlo de otro modo pero no hallé cómo. Por un momento me quedé frente a la pantalla, los dedos en el teclado, la mirada sin rumbo. Los sonidos llegan: un automóvil en reversa, los neumáticos rodando por la calle pavimentada, el motor y el freno de aire de un camión; y los chiflidos del “viene, viene”, algunas risas (gente que pasa no sé a dónde, el taquero de enfrente y su mujer… ¿o la taquera de enfrente y su hombre?). Imagino las nubes de hace un momento. Aparecen de nuevo cubriendo el cielo. Son grises. El frío retorna. Y yo aquí, tratando de escribir. ¿Qué? No sé. No lo sé. Y los recuerdos se vienen. Evoco la mañana en que escribía sobre mi abuelo y mis hijos. Decía «ellos hablan porque están aprendiendo a vivir y él calla porque sabe qué es la vida». Y yo, aquí y ahora, ¿por qué escribo? Y me acuerdo de Paz diciendo «alguien mueve mi mano/escribe por mí». Y de vuelta la pregunta: ¿por qué escribo? Víctor Gerardo diría «por la irrefrenable necesidad de comunicarnos». ¿Comunicarme? ¿Con quién? ¿Acaso escribo para alguien? ¿O sólo estoy enhebrando ideas como se concatenan las cuentas de rosarios que nunca serán vendidos? Y de ésos hay muchos. Basta visitar las tiendas de tantas y tantas iglesias. Pienso tan sólo en La Villa. ¿Por qué escribo, carajo? ¿O debo preguntarme “para qué? ¿Será acaso el indetenible impulso de escribir?

martes, 16 de febrero de 2010

Miércoles de ceniza

Mi compadre Heraclio Balderas fue sacerdote. Llegó de Guanajuato a estas regiones. Fue a finales de la década de los 70. Le gustaba cantar rancheras. Se dejaba una patilla abundante y españolada. Digo que fue mi compadre porque hace mucho no tenemos noticias de él. Nos dijeron que murió en un accidente en alguna carretera cercana a la frontera norte.

Balderas, como era conocido entre nosotros, se caracterizaba por un habla peculiar. Difícilmente expresaba improperios aunque eso sí: montaba en enojo, más si agredían a su grey. Para correr a alguien decía “sésgate”, y para decir que uno era mal hablado decía “prosaico”. Lo emocionaba especialmente cuando en su homilía abordaba alguna idea de Theilard de Chardin, por ejemplo.

Su rasgo al compartir en grupos grandes era cantar. De los chistes era poco dado a decirlos, aunque lo hacía bien. Hay dos cuentos que recuerdo decía con mucho ánimo. He aquí uno de ellos.

“¿Cuál es el colmo de un cura?”, preguntaba con mirada seria. Tras varios intentos fallidos de su interlocutor, Balderas daba la respuesta correcta: “El colmo de un cura es tener que tiznar a su madre el Miércoles de ceniza”.

domingo, 14 de febrero de 2010

¿Huehues?

Epigmenio no sale de huehue. Hace mucho, cuando tenía veintitantos años, era huehue. Bailaba por las calles, desde el sábado temprano hasta el martes. ¿Del Carnaval? Epigmenio no sabía que existiera. Para Epigmenio era una época: desde el sábado antes del Miércoles de Ceniza, antes de que iniciara la Cuaresma.

Epigmenio no sale de huehue. Hace mucho que no. Antes, desde el día de La Candelaria compraba el lazo. Tenía que ser de yute. Hacía tres cordones de dos dedos de grueso. Luego los tejía en trenza. Un látigo largo, con punta delgada, así tronaba bien.

Epigmenio no sale de huehue. Hace mucho, cuando las calles eran empedrados o estaban recubiertas con chapopote, sacaba de un baúl el vestido que su hermana le había regalado. Sobre el vestido de mujer estaban las máscaras. De cartón, con olor a cola, una era la cabeza de un lobo, con peluche blanco a la altura de las sienes, la otra era un rostro de mujer.

Epigmenio no sale de huehue. Hace mucho que sí, en los tiempos que los huehues iban en grupos cuando mucho de veinte, vagaban por las calles acompañados por un dueto de huapangueros. Un violín y una guitarra que sonaban cada vez que alguien les daba una moneda. Danzaban en círculos, imitando la voz de mujer o gritando agudo. A veces llevaban un muñeco, como si fuera su hijo.

Epigmenio ya no sale de huehue. Hace mucho, cuando para salir había que hacer una promesa, él lo hizo por manda. Era asunto de fe, también de orgullo. El dinero que juntaban era para los huapangueros, para las gallinas de la descabezada. Y cuando se terminaba, el martes por la tarde, se terminaba y de ahí hasta el año siguiente.

Epigmenio no sale de huehue. Hace mucho, 35 ó 40 años atrás, él era un huehue. Ahora no sale. Dice que hoy ya no son huehues, que son carnavaleros. Los carnavaleros aceptaron salir en la feria, aunque no sea la fecha. Los carnavaleros se uniformaron, todos igualitos, como escueleros. Los carnavaleros son buenos si tienen dinero, hasta concursan. Los carnavaleros cambiaron la máscara por un trapo con hoyos para los ojos. No hacen promesa, no hay manda. Los carnavaleros se olvidaron de la guitarra y el violín, los cambiaron por un coche con sonido y luego por una banda de aire. Los carnavaleros dejaron de ser serranos y se volvieron norteños. Los carnavaleros reciben dinero de los políticos. Los carnavaleros no sabe ni porqué salen, no sabe lo que es ser huehue.

“Los carnavaleros salen de huehues pero no son huehues. Por eso”, dice Epigmenio, “por eso no salgo de huehue… porque yo sí soy huehue”.

viernes, 5 de febrero de 2010

CentenarioS


El centenario.
Víctor Florencio (28) y Manuel (72)


Otro centenario = El bicentenario (a finales de febrero)
Arturo Josué (24), Víctor Florencio (50) y Manuel Alejandro (26)

El tricentenario

En mayo.