La primera película que vi de Luis Buñuel fue Los olvidados. Aunque debo aclarar que fue la primera cinta de él que vi sabiendo quién era el director. Tenía 18 años cuando asistí a la Casa de Cultura de Puebla. Fue en su cineteca donde la proyectaron. El film me impactó. Y ha sido de las influencias que perduran en mi memoria, que me hicieron comprender y sentir la vida de un modo distinto.
Pasó el tiempo y hallé la película en un paquete de tres cintas en formato VHS. Contenía: El río y la muerte, El gran calavera y, por supuesto, Los olvidados. Lo adquirí.
Mi segundo contacto con Buñuel fue también en esa década. Hubo una exposición de libros y me topé con La Gaceta, un medio de información del FCE. Entre las varias cosas que llamaron mi atención destaco dos.
Uno de los artículos discurría sobre las diferencias en las escalas de tiempo. Mediante una gráfica comparaba el tiempo del Universo y el tiempo humano. El primero se representaba por un año de 365 días. La gráfica iba recorriendo ese año y mostraba en qué mes surgía la vida, los primeros organismos pluricelulares, los primeros vertebrados… y así, para arribar a la aparición del ser humano. Éste apareció casi al finalizar el último minuto del último día del año. Así de efímeros somos, diría el Principito.
El otro era una viñeta o un recuadro. Daba cuenta de una pregunta que hicieron a Buñuel. La pregunta por sí misma era interesante, mucho, y no dejaba que el lector se fuera sin saber la respuesta. “Si por alguna situación todos los libros fueran a desaparecer y sólo pudiera conservar uno, ¿cuál elegiría?”. Una respuesta inmediata podría ser la Biblia…, pero la lista se antoja difícil, muy difícil de elaborar. La contestación de Buñuel me dejó tan intrigado como a más de otro lector: La vida maravillosa de los insectos de J. Henri Fabré.
Tiempo después, en una de esas exposiciones que organizaban en el Pasaje Zócalo-Pino Suárez, me topé con el libro. No es una edición que contenga todos los textos que Fabré escribió para reunirlos bajo ese título, pero los que contiene dan una excelente oportunidad para entender el porqué de la elección buñueleana. Hace tres años aún podía conseguirse ejemplares de la obra. Había que pagar la exorbitante cantidad de 35 pesos.
En octubre de 2008 por fin vi una parte de El perro andaluz. Fue en la exposición de Universum: ciencia y arte que se presentó en Huauchinango dentro del Festival de arte, ciencia, tecnología y desarrollo sustentable. Ver la escena en la soledad de la poca concurrida exposición fue un agasajo. Y más: entender el proceso de la imagen sugerida como recurso o elemento cinematográfico. Hizo que recordara con fruición aquella idea de que la buena literatura como el buen cine, son producto de un ejercicio de aguda introspección y observación.
Pero regreso al paquete de tres cintas VHS. Después de que junto con mis hijos y mi esposa vi El gran calavera, me fui a dormir mientras ellos se dispusieron a ver la otra película. Yo estaba entre la vigilia y el sueño cuando los cuatro exclamaron casi a coro: ¡Es Huauchinango! En efecto, sorpresas que da la vida: Buñuel estuvo en Huauchinango. Filmó una escena que dura menos de dos minutos. La película data del primer lustro de los 50. Es la introducción de la película y muestra una escena sabatina, de tianguis, cuando éste se realizaba en la plaza central. Regala imágenes ya idas, para el recuerdo o para el conocimiento. Por ejemplo, aparece la vestimenta de manta, el uso generalizado del sombrero y del cotón.
Recientemente he tenido la oportunidad de ver Nazarín. Es una película especial en varios sentidos: las actuaciones, la fotografía, la ambientación y el guión como adaptación de una novela. Este film, como muchos otros (Hamlet de Laurence Olivier, o más reciente y cercana a México Como agua para chocolate de Laura Esquivel) no presenta una disyunción en la que uno deba inclinarse por el libro demeritando la película o por ésta ya que el libro ha sido rebasado. Nazarín, el Nazarín de Buñuel, se ve y escucha tan bien como se lee el Nazarín de Benito Pérez Galdós. Valga decir que la novela recién la he comprado. Fue en un lote de libros que pusieron a la venta en la calle Matamoros. Empastado, con líneas doradas, forrado con plástico y muy bien conservado, me costó cinco pesos.
Y la cinta se enrolla. Benito Pérez Galdós fue uno de los primeros autores que me acompañaron con cierta conciencia de mi parte. Cinco años antes de cumplir los 18, cuando transitaba por la secundaria, leí Marianela.