Pues los fríos son hermosos, al menos los fríos con neblina: me hacen retornar al Huauchinango de mi infancia y juventud. Me hacen recordar, me hacen recuperar detalles, imágenes que a veces parecen extraviadas y que de pronto se plantan frente a uno. Aunque también me llevan a pensar en quienes no tienen lo suficiente para guarecerse del frío, para soportarlo, en la leña que se consume, en el carbón en los braseros, en las familias acurrucadas dentro de casas con rendijas entre tabla y tabla por los que se cuela el frío.
Este enero ha sido contrastante en muchos sentidos. Ha ido de lo bello a lo melancólico, de la esperanza a un sentimiento de derrota. Pero antes de concluir el año fui al Salto de la Morena. Es una cascada imponente. El camino para llegar es accidentado. Un reto por el frío y lo resbaladizo del terreno. Había estado antes, pero no me había tocado tanta humedad y el camino intacto de algún modo. Luego fue el regreso. Caminamos por sitios increíbles o impensados cuando uno transita por la carretera. A menos de 100 metros de ella y parecía otro mundo: espinas, vegetación, la capa de hojas y raíces, el arroyuelo. Quedó pendiente, por el frío y por el tráfico, la caminata a Huilacapixtla, al Zempoala y a Los Ermitaños. Espero que 2010 se alargue y alcance para hacerlo. También estuve un buen rato con mis papás y mis hermanos. Hablamos de muchas, muchas cosas, pensamos en otras más. Esta vez no hubo canciones, no hubo guitarra. Ahora que lo pienso me doy cuenta que fue extraño.
Pero también, de una forma extraña y coincidente, he asistido a varios rezos de difuntos. En cada uno los recuerdos llegan. Don Julio y las muchas veces que hizo fundas, mochilas y zapatos. Se fue rápido, como sin explicaciones. Fui al novenario, entre frío, neblina, con un grupo de hombres jóvenes charlando afuera, mientras tomaban alcohol y café, y los rezos adentro, aguardando la hora para levantar la cruz. Eso en El Ocotal. También fue el velorio de la hermana de Lupita. No la conocí pero al llegar a su casa hallé exalumnos y amigos. Luego fue la mamá de Dalia. No la traté, pero la recuerdo mitad afuera de su casa mitad en el pasillo, cerca de la estación de radio, viendo para la calle, y atrás el pasillo, y más atrás la barranca con su verdor. Y luego fue Don José Luis, el esposo de Joaquina. Y recordé a Pepe y su adolescencia, la infancia de mis hermanos, la chispa del ingeniero para inventar chistes, para componer canciones de parodia, para jugar lucha libre como El Bigote Asesino. Y estando en la iglesia me entero de José Chéquer, de cómo hallé un cheque que él extravió y se lo regresaron mis papás. Lo recordé con su calma, recorriendo las calles del Huauchinango de mi infancia llevando su portafolio. Y en torno a él, los descendientes de los libaneses que llegaron a Huauchinango a principios del siglo XX se han dado cita en las misas de 7 de la noche. Y ahí escuché que Raymundo Ávila también ha muerto. Y con él vienen las imágenes de La Cima, el frío, el café en la mañana, el León Viejo haciendo gracejadas, yo chapeando en la ladera, descopando árboles, y luego cerca de Tula, en la fuga de la tubería de 24 pulgadas. Y veo a Manuel, su hijo, y se hacen presentes los lobatos.
Ha sido un periodo de ensimismamiento, sí. He podido saltar de una lectura a otra. He saltado de pensar en un texto a pensar en otro, a repensar en filosofía, en la argumentación, en el diálogo crítico, en las maneras de compartirlo. ¿Esto me llena de método? No lo sé, no sé de qué. Me llama la atención pensar que me llena de método pero podría ser que sí. Al menos me ayuda para ver el mundo, para verme y para vernos con un poco de entendimiento, con un poco de respuestas al por qué, al para qué... Y ese ensimismamiento me ha permitido retomar la escritura que brota de lo que uno quiere escribir, de esa escritura que brota cuando uno se deja llevar por el solo hecho de escribir. Y en esto sigo.
Y sí, de repente la felicidad se hace presente (no, exagero: soy feliz, muy feliz, no se trata de que se valga o no ser feliz, como si fuera algo esporádico o accidental; no, soy feliz aunque eso no me quita, en ocasiones, el ensimismamiento pensando en cómo hacer para tener un mundo mejor, en estos tiempos que me ha tocado vivir.
Comparto con muchos y muchas un mundo lleno de problemas, un mundo que es producto de la irresponsabilidad y de la ignorancia de las generaciones pasadas, de la irresponsabilidad por ignorar lo que se debe en las generaciones pasadas y presentes, de la ignorancia que nos hace imposible responsabilizarnos. En los primeros momentos del lunes, cuando escuché los resúmenes de algunas columnas, la desesperanza hizo presa de mí. Sí, formo parte de un país dolido y maltrecho. ¿Es todo? No, me anima la seguridad de que hay otros, muchos otros, que están dispuestos y se empeñan y proponen y sonríen y cantan con esperanzas en que esto, esto en lo que vivimos, podrá ser otro “esto”, podrá ser mejor. Y el frío me cubre. Lo siento en las manos, en la nariz (la he tenido húmeda y fría), en los pies. ¿Parece que quiere acabar conmigo? No. El frío me preserva, digo, aunque se congelen mis ideas. Pero eso no quita ni un grado centígrado, ni un grado farenheit la posibilidad de vivir a conciencia, con conciencia, mi felicidad, que es una felicidad compartida.