David Borja (a quien apodaban "El coffee" por pequeño y moreno) funcionó durante un tiempo como mi director espiritual. Tal vez no fue muy director -no me dirijía- y, en el sentido popular del término, resultaba poco espiritual -era dado a expresiones prosaicas-. Sin embargo, David cumplió el papel de refugio, acicate, catalizador, inspiración y generador. Me permitió entender muchas cosas de la vida aunque propició que me enredara con muchas otras más. Tiempo después Arturo Jaime cumplió ese papel. Aunque él lo hizo con mayor mesura y ecuanimidad. Arturo fue el primero que me ayudó a percatarme de un proceso metacognitivo y metodológico. Fue una mañana que pasamos hablando de mí, de qué hacía y por qué o para qué lo hacía. Y se abrieron horizontes. Ambos, David y Arturo, me ayudaron a ver de una manera distinta el rótulo que algunos otros me habían puesto: inmaduro. Fue algo como una terapia... ¿o fue profilaxis? Años después conocí a Mosqueta y luego, leyendo a no sé quién, vi de manera más clara que eso de la madurez e inmadurez no es sino una ficción dañina y, en el mejor de los casos, una expresión inapropiada. Al menos así fue en mi caso. Con mi pubertad-adolescencia-juventud a cuestas no era inmaduro, quizá era un preparatoriano que se pasaba de ocurrente, tal vez tenía fantasías poco comunes y menos compartidas, o mejor dicho era predeciblemente impredecible: de mí se podían esperar acciones poco habituales. Si quieren lo digo de otra manera: mis acciones eran peculiares, singulares, alocadas.
¿Pero a qué bien todo esto? La verdad es que no pretendía hablar de mí, al menos no en esos términos. Pretendía hablar de David porque él ha sido para mí una referencia cuando hablo de tiempo para pensar. David era un cura especial. Le tocó ser párroco en la sierra cuando los recorridos debían hacerse a caballo, cuando para llegar a muchas parroquias el medio más eficaz era la avioneta y el más tardado y extenuante era a pie. Cuando fui con Flavio y Armando a visitarlo a San Lorenzo Axiotepec, el Coffee ahí estaba, en un lugar sin energía eléctrica, con hablantes de ñañú. Veía el único televisor del pueblo y escuchaba discos de concierto alimentando sus aparatos con un acumulador para automóviles. En cuanto a su actividad pastoral, no obstante su visión crítica y social, se había reducido a una mera administración de sacramentos. Además de esa pequeña estancia y de nuestras pláticas ocasionales en Tulancingo, convivimos en Huehuetla, cuando fue a auxiliar a Genaro, y en el camino a Cuaxtla. Fue en ese recorrido que mencionó males que aquejaban al clero local. También habló de lo que haría -si pudiera- para mejorar las cosas. Sin que yo se lo preguntara (porque era dado a extensos monólogos que parecían diálogos), explicó que pensaba todo eso porque tenía una excelente oportunidad: el recorrido entre pueblo y pueblo, entre ranchería y ranchería, a lomo da caballo, le daban la oportunidad de pensar. "Y no creas que voy lento como Ernesto Hernández... él hasta atril le puso a la silla de montar".
Esta casi confesión autobiográfica me remite a pensar en mi papá. Chofer durante muchos años, le tocó conducir autobuses para traslado de personal, camionetas con equipo para reparación. En muchas ocasiones fue el chofer de jefes. Y cuando pienso en sus recorridos, algo me intriga: ¿qué pensaba en todo ese tiempo de traslado o en los momentos de espera? Supongo que cuando no había elementos de charla o cuando no iba cantando las canciones de El fonógrafo, a mi papá le daba por ponerse a pensar. Esta es otra razón por la que me llama la atención esas ideas de “tiempo para pensar” o "ponerse a pensar".
Tenía ocho años (creo) cuando compré mi primer libro. Fue mediante el servicio postal. Mi afición a recorrer los estantes de las librerías se desarrollaría años después. De ese libro recuerdo muchos detalles (lo conservo), pero uno que ha perdurado con fuerza es el artículo que se refería a un experimento en que varios estudiantes universitarios habían sido contratados para hacer nada. Es común que a la pregunta de “qué haces”, la respuesta sea “nada” y luego a ese “nada” se agregue un: “aquí, pasándola” o “haciendo esto o aquello”. Lo interesante del asunto es que la persona interrogada no está haciendo nada (aunque diga que está haciendo nada), sino que en realidad está haciendo algo. Esto me llevó a pensar si es posible dejar de pensar. Y desde que se me ocurrió la idea, he recopilado suficientes reflexiones como para tener serias sospechas de que cuando uno decide dejar de pensar, para lograrlo -si es que puede- y para continuar en esa empresa -si es que uno lo ha logrado- lo que uno está haciendo es pensar... uno está pensando. Pero pensar no es algo lineal. A veces el pensamiento sigue los deseos del pensante y éste piensa lo que quiere pensar. Pero otras veces, muchas, hay ideas que dan vueltas y vueltas sin que el pensador sea lo suficientemente eficaz para ahuyentarlas. El asunto, a fin de cuentas, es que es difícil dejar de pensar. Pero pensar es diferente de ponerse a pensar. Pensar se da, ocurre… en cambio, ponerse a pensar implica intención, control, ejercicio. Incluso puede llegar a ser una disciplina, un arte.
Durante los últimos cinco años he tenido la oportunidad de tratar con mucha gente, en muy distintos lugares y en muchas ocasiones en situaciones escabrosas o, al menos, difíciles. Y con esas personas, en esos sitios y en esas circunstancias, dadas las tareas a desempeñar, he debido ponerme a pensar o he tenido que hacerlo. Así, en esto de ponerme a pensar he transitado del pensamiento que ocurre al pensamiento intencional y de ahí a la disciplina -y desearía que también al arte-. Y así, en esto de transitar por la disciplina -o el arte-, las preguntas han jugado un papel fundamental. Cuando pienso en preguntar y trato de pensar de una manera especial, recupero ideas de Arana, Popper, Bachelard y de mi amigo Ariel Campirán. Así que me pongo a jugar con la preguntas. En eso de estar jugando a veces recuerdo aquel poema de Paz donde habla de las palabras y hago lo que él dice: me pongo a manipular preguntas, a cambiar su orden, a modificar sus componentes, las hago chillar, reír, insisto con ellas hasta arrancarles un bostezo, las seduzco, las acaricio o las torturo… tal vez no logre hacer todo eso pero lo intento. Y en mis ires y venires, y en mi contacto con las preguntas y comentarios de otros, hago y rehago preguntas.
En esto de jugar con las preguntas, una de las últimas estrategias que aprendí y estoy en un ejercicio de valoración, ha sido preguntarme "por qué no". Fue Carlos Bosch a quien se lo oí decir. Él la sugirió (yo no sabía que él era Bosch, así que no influyó la persona que dijo la pregunta sino lo cautivante de la pregunta… cuando me enteré que él era Bosch fue porque cité un artículo diciendo que era de Bosch y él dijo “yo soy Bosch”). La pregunta fue: ¿por qué no hay ratones en el Polo Norte? Pero esa pregunta puedo combinarla con lo social, cuando pienso en los demás, recurro a J. F Kennedy y me pongo a pensar en cosas que nunca han sido y digo "¿por qué no?".
Así que por hoy me asgo a la pregunta de Bosch, hago con ella lo que proclama Paz con las palabras, las valora desde la perspectiva de Ariel y los demás, la reoriento al estilo Kennedy, y en esos tiempos para pensar que ofrecen los tramos de recorrido, los silencios, las soledades, la necesidad de indagar qué piensan los demás y por qué, pregunto y me pregunto por qué no.
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