¡Qué cosas tiene la vida! El tiempo transcurre y te pasa por encima. Entre más te pasa, logras metas, cumples sueños y deseos. Pero también puedes percatarte que entre más deseos cumplas menos deseos podrás ya cumplir. Y no es que el abanico de expectativas se cierre, es el tiempo lo que te va dando para menos. Y no es que el tiempo se achique, lo que se achica es tu vida, tu tiempo; la oportunidad de cumplir deseos y lograr propósitos. ¡Qué cosas tiene la vida! Entre más deseas menos puedes desear. Incluso el acto mismo de desear te limita en el logro de otros deseos: o deseas o logras, pero no ambos actos al mismo tiempo. ¡Qué cosas tiene la vida! Y es que unos pueden soñar en cumplir deseos pero a otros se les agota la esperanza y solo pueden anhelar la satisfacción de necesidades, de pocas necesidades. Para ellos no es el tiempo lo que se achica. Lo que nació reducido es su universo de oportunidades. ¡Qué cosas tiene la vida! Unos abrigados, otros arropados y muchos más desharrapados. Unos con tiempo y paciencia, otros con menos tiempo y muchos deseos.
Pero ya me fui por otro lado. Así es esto de escribir. Tienes una idea clara de qué quieres decir y de pronto una mano mueve tu mano y unos labios se posan en los tuyos. Más bien toman su lugar. Entonces escribes algo distinto de lo que querías o hablas algo diferente de lo que pretendías decir. Sí, es de las cosas que tiene la vida. ¿Es eso el dislate? Tal vez, pero quizá sea que las palabras como los pensamientos se abren paso por sí mismos, se desenrollan, son rollos que se desenvuelven, y a veces terminas pensando lo que no pensabas pensar.
Por eso tus deudas crecen. Por ello cada vez tienes más deudas insolutas.
Murió Valentín. Con él jugué muchas veces en mi infancia, en su patio enorme lleno de aventuras, entre duraznos, los muros de adobe que habían sido un coliseo y montículos de piedra. Murió Valentín. Dejé de verlo, pero desde antes. No lo vi durante más de 20 años. Y fui a su sepelio. Vi la caja entrar en la tierra. En ella iba Valentín. No sé si lo que quedaba de él o lo que fue, pero ahí estaba. Y me sentí deudor. Una vez más. Porque las deudas se van acumulando. No me despedí de mi bisabuela, no invité a mis abuelos a los cumpleaños de mis hijos, muchas tardes los dejé esperando mi visita, muchas veces se quedó el teléfono sin sonar por una llamada mía… crecen las deudas. Y son deudas que no podré saldar.
Ayer, cuando vinieron mi mamá y mi papá a darme el abrazo, hablamos de rostros y recuerdos compartidos. Entre ellos mencionaron a Juan. Otra deuda. Juan y yo pasamos muchas horas de mi adolescencia platicando. Él tenía hermanos mayores y yo era el mayor de mis hermanos. Beto y Lalo, sus hermanos, ya trabajaban, otro estudiaba en la universidad (en el DF). Yo estaba en la secundaria (aquí en Huauchinango). Recordé, no pude evitarlo, cuántas veces anhelé preguntar por él a Lupita o a Emilio, cuántas veces me dieron ganas de platicar con él. Me imaginaba verlo de frente y decirle: “Juan, recuerdo nuestras pláticas. A tu hermano el Tiburón y al grupo de teatro que trajo de la UNAM”. Pero no, con Juan es otra deuda, una deuda más insoluta, una deuda insoluble. Como el no haber ido a la exequias de mi tío Pepe ni a las de mi tío Porfirio; ni las de mi tía Julia o de mi tía Lola.
Cuando desvelo mi memoria me doy cuenta de cuánto adeudo. Debo perdones y ser perdonado (porque pedirlo es también una deuda que tengo), debo alegrías, aclaraciones, sonrisas, silencios, cariño y muchas, muchas acciones. Adeudo justicia, adeudo respeto, adeudo atenciones. Adeudo árboles plantados, adeudo material reciclado. Adeudo. Adeudo. Adeudo.
La lista es grande. El problema, digo, es que la vida se va convirtiendo en una lista cada vez más grande de deudas, de deudas insolutas.
¡Qué cosas tiene la vida! Las deudas insolutas se convierten en deudas irresolubles, y eso por más que en atenderlas te desveles.