¿Dónde quedan los deseos en la Lógica?
Deseo poco y lo poco que deseo lo deseo poco. Decía Francisco de Asís según Facundo Cabral.
Deseo poco y lo poco que deseo lo deseo poco. Decía Francisco de Asís según Facundo Cabral.
Dice
Víctor Gerardo en Iniciación
que los deseos, cuando son susceptibles de convertirse en realidad,
pierden su encanto.
Por otra parte, es vox populi el
exhorto a desear. Bajo lemas que funcionan cual consignas como
“querer es poder”, muchas y repetidas voces incitan a desear para
lograr.
Esta aparente polaridad me lleva a
preguntar si existe un momento genial, es decir, si hay un momento
para lograr plenamente un deseo o para lograr un deseo plenamente.
La respuesta (la mía) es como la que
formulara Pedro Abelardo: sic et non (sí y no).
¿Por qué esta contradicción? Discuto
con Bruno Schulz.
Sí, cuando por genial
entendemos el momento en que un deseo se convierte en realidad.
Además, hay deseos cuyo contenido es, por decirlo de algún modo,
tan simple, que es sencillo conseguirlos. Y si conseguirlos es
“seguir con ellos”, entonces los deseos que se consiguen nos
acompañan, permanecen con nosotros. Mucho de lo que hacemos es para
seguir lográndolos o para alcanzarlos de una manera más plena, o
mejor, para buscar la vía para lograrlos o alcanzarlos.
Pero la respuesta también es no, que
no existe el momento genial. No porque hay cosas/situaciones que no
pueden realizarse de manera definitiva o completa. Estas
cosas/situaciones son demasiado maravillosas para tener cabida en la
realidad. Tan solo hacemos intentos por lograrlas. Así ponemos a
prueba la resistencia de la realidad para saber si es capaz de
soportarlas. Y a veces también nos ponemos a prueba no por el hecho
de alcanzarlas, sino por el hecho de buscarlas continuamente y de
soportar tanto la búsqueda continua como el hecho de lograrlas.
Porque si logramos el deseo, el desencanto puede venir pues la
realidad no corresponden con el deseo, o que al lograrla el goce sea
tan efímero que la dicha radique -con una raíz móvil- en la
búsqueda. Pero hay un resquicio, a veces oculto, otras develado, de
temor a perder la integridad de ese deseo en lo fallido de su
realización. Y si el deseo ha perdido algo de su capital, si esas
cosas/situaciones deseadas han extraviado una fracción de sí mismas
en su intento de encarnación, entonces recogen celosamente sus
pertenencias llamándolas de nueva cuenta para reintegrarlas en un
nuevo y desconocido sitio. De esta manera dejan en nuestras
biografías huecos luminosos, manchas blancas, dolorosos estigmas,
esas extraviadas huellas plateadas de descalzos pies celestiales,
distribuidas a grandes pasos entre nuestros días y noches -a veces
más en nuestras noches, y a veces más en nuestros días en sus
momentos de soledad-. Al mismo tiempo, esa plenitud de gozo crece y
se complace constantemente hasta culminar sobre nosotros. Nos rebasa,
su triunfo nos sobrepasa, y esto nos lleva de asombro en asombro.
No obstante, y en cierto sentido,
estas cosas/situaciones deseadas caben totalmente y de modo
integral en cada una de sus encarnaciones.
Así, lo que deseamos puede ser
más o menos grande que su realización, que su búsqueda misma e,
incluso, que su encarnación.
Y
ahora recuerdo a Michael Ende, en la segunda parte de La
historia sin fin.
Por cada deseo que realizamos, menos margen nos queda para desear,
para buscar y para conseguir la realización de otros deseos, porque
su generación, búsqueda y realización consumen tiempo, nuestro
tiempo.
¿Será
por eso la necesidad de con-seguir ciertos deseos, deseos que por su
maravillosidad son únicos o irrepetibles -diríamos que vitales-?
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