Cuando en enero vi esta placa, no pude sino preguntarme con una sonrisa si se puede ser niño a los 30 años.
Hoy, a casi tres meses de
haberme cuestionado eso, caigo en la cuenta de que hace 43 años
conocí a un niño de 28 años.
Conocí a ese niño de 28
años en un libro de portada con el verde predominante. En su interior había dibujos
en blanco y negro. Iniciaba con una imagen chistosa. Terminaba con
uns estampa triste.
Ese
niño me presentó a León, otro niño. La diferencia entre ambos era
la soledad, el hambre, el frío y la edad imprecisa del segundo.
Ese niño también me hizo
viajar de planeta en planeta. Él preguntaba y preguntaba. Por él
conocí a un rey, un farolero, un bebedor, un geógrafo... Visité su
planeta -quizá era asteroide- con volcanes, una flor, semillas de árboles gigantes y
muchas, muchas puestas de Sol; ¡tantas como uno quisiera! También,
junto con él, me adentré al mundo de los humanos, sus habitat,
las trampas de su pensar y sus poco, mucho o nada razonables
acciones. Por él descubrí la utilidad del conocimiento que parece
inútil y el valor de la poesía que parece no tener valor. Fue por
él que establecí lazos con un zorro, reconocí lo que hace
importante a los otros seres, aprendí que las estrellas ríen y que
los pozos cantan en el lugar menos probable, aprendí que cuando el
misterio es muy grande hay que obedecer. Gracias a él he
venido hallando, para mi pesar o mi gozo, lo que tengo de cada uno de
esos personajes y situaciones. Por él, también, tengo presente la
ausencia.
Ese niño que conocí
cuando él tenía 28 años, hoy cumple 70. No sé si ha madurado
conmigo. Tengo la sospecha de que no es así. Algo me dice que él ha
permanecido siendo niño y yo he envejecido. Aunque de algo estoy
cierto: para mí es dulce compañía
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