Me miró con sus grandes ojos negros. Aceptó el libro que le ofrecí. Leyó a Eduardo Lizalde. Era un cuento. Después le di una narración sobre Gaudí. No aceptó. Dijo que le dolía la cabeza cuando leía. Esperaba a su padre. Lo esperó. En algún momento le ayudó con la mezcla, la cuchara, el metro. Así, mientras llegaban otros momentos. En algún otro momento se perdía. ¿En dónde? No lo sé. Se extraviaba en la escalera, en la reja, en el vidrio, en la puerta, en lo que había fuera, en sus sueños, en su cansancio, en su aburrimiento... en él mismo.
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