Un mes de octubre, a
mediados, Bulmaro llegó de la capital con un bote de lámina. Era
para los tamales de su mujer, la tía Lupe. Se habían casado unos
meses antes y era el primer Todos Santos que pasaban juntos.
El bote sirvió para hacer
los tamales de ese año y de los siguientes. En un principio nada más
los hacía, se enfriaban y se iban derecho al altar de muertos.
Permanecían en la ofrenda desde el 31 de octubre hasta el 3 de
noviembre, cuando Bulmaro y Lupe la levantaban. Pero conforme llegó
la prole, la ofrenda mermaba. Los tamales y las pepitas de los
espinosos hervidos con tequesquite eran lo primero en acabarse. Así
que la tía Lupe sacaba el bote de tamales, y hacía otros cincuenta
o cien más.
Llegaba el cuatro de
noviembre y el bote se iba al tapango. Ahí lo dejaban hasta los
preparativos del próximo Todos Santos.
Cuando la foto del tío
Bulmaro pasó a formar parte de la ofrenda, la tía Lupe hizo los
tamales con más ahínco. Se afanaba por hacerlos como a él le
gustaban. Hacía de mole verde, de mole rojo, de dulce –con
suficiente pintura rosa vegetal-, también hacía dos o tres de puño,
con un huevo hervido en su interior. El gusto de ver los tamales en
el altar le duraba desde el 31 hasta el mediodía del 2. Entonces sus
hijos despachaban la ofrenda.
Los hijos llegaron a
mayores y comenzaron a ganar sus centavos. Entonces quitaron la teja,
tiraron las paredes de adobe, las hicieron de block y pusieron techo
de concreto. El tapango fue cosa de olvido. Las cosas que contenía o
se distribuyeron por la casa, o se quedaron en el techo. El bote de
los tamales fue enviado atrás de la casa. Ahí servía para guardar
cosas durante el año: clavos, macetas rotas, algún zapato viejo, el
machete. Así permanecía. Pero llegando mediados de octubre, la tía
Lupe lo rescataba, y le devolvía la dignidad de bote tamalero.
Las aguas, el uso y la
intemperie hicieron estragos. Un día aparecieron agujeros en el
bote. Don Nicolás, el señor que arreglaba cosas de lámina con
cautín ya tenía mucho tiempo de tener una veladora prendida en la
ofrenda y flores en su tumba. La tía Lupe dejó de hacer tamales en
el bote.
Permaneció en el olvido y
atrás de la casa por varios años, hasta que una de las nueras lo
descubrió. Le dijo a su esposo que bien le serviría como maceta.
Ese fue su nuevo uso. Pero se necesitaba mucha tierra para llenarlo y
moverlo de lugar era un lío. Así que se convirtió en bote para
basura.
Algunos años, cuando sonaba la campana para llevarse la
basura, la nuera de la tía Lupe o sus hijos sacaban arrastrando el
bote hasta la calle, donde pasaba el camión de volteo. Con las
cubetas el asunto era sencillo: uno de los señores lo aventaba al
interior de la caja y el que estaba dentro lo vaciaba. Pero con el
bote era distinto, pues era entre dos que debían subirlo y
descargarlo. Cuando llegaron las bolsas de plástico y las de
polipapel, el bote que trajo el tío Bulmaro a la tía Lupe sirvió
para guardar lugar en la calle.
Y es que la calle que había sido
empedrada fue cubierta por los albañiles que mandó el presidente
municipal con una reja de varilla y una capa de cemento, piedra y
cal. Los coches ya eran muchos y no había dónde aparcarlos. Se ocupaban sillas o rejas de plástico. El bote, encadenado a un poste, apartaba lugar.
Fue así como un día el
bote sirvió para guardar sitio a la carroza que llegó por la caja
en la que habían colocado el cuerpo de la tía Lupe. El auto partió
con rumbo al cementerio con la procesión de mujeres y hombres de
negro atrás, llevando flores y velas encendidas, unas rezando el
rosario y otros hablando de qué conocidos ya habían muerto o de los achaques que padecían otros más.
Un día el bote
desapareció. Pasó tiempo para que el hijo de la tía Lupe se diera
cuenta. Y eso porque cuando llegaron a la casa, después de ir al
camposanto a dejar flores, un coche estaba estacionado, ocupando su
sitio. El bote no estaba. Se lo llevaron. También la cadena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario