jueves, 5 de septiembre de 2013

El bote de tamales.


Un mes de octubre, a mediados, Bulmaro llegó de la capital con un bote de lámina. Era para los tamales de su mujer, la tía Lupe. Se habían casado unos meses antes y era el primer Todos Santos que pasaban juntos.

El bote sirvió para hacer los tamales de ese año y de los siguientes. En un principio nada más los hacía, se enfriaban y se iban derecho al altar de muertos. Permanecían en la ofrenda desde el 31 de octubre hasta el 3 de noviembre, cuando Bulmaro y Lupe la levantaban. Pero conforme llegó la prole, la ofrenda mermaba. Los tamales y las pepitas de los espinosos hervidos con tequesquite eran lo primero en acabarse. Así que la tía Lupe sacaba el bote de tamales, y hacía otros cincuenta o cien más.

Llegaba el cuatro de noviembre y el bote se iba al tapango. Ahí lo dejaban hasta los preparativos del próximo Todos Santos.

Cuando la foto del tío Bulmaro pasó a formar parte de la ofrenda, la tía Lupe hizo los tamales con más ahínco. Se afanaba por hacerlos como a él le gustaban. Hacía de mole verde, de mole rojo, de dulce –con suficiente pintura rosa vegetal-, también hacía dos o tres de puño, con un huevo hervido en su interior. El gusto de ver los tamales en el altar le duraba desde el 31 hasta el mediodía del 2. Entonces sus hijos despachaban la ofrenda.

Los hijos llegaron a mayores y comenzaron a ganar sus centavos. Entonces quitaron la teja, tiraron las paredes de adobe, las hicieron de block y pusieron techo de concreto. El tapango fue cosa de olvido. Las cosas que contenía o se distribuyeron por la casa, o se quedaron en el techo. El bote de los tamales fue enviado atrás de la casa. Ahí servía para guardar cosas durante el año: clavos, macetas rotas, algún zapato viejo, el machete. Así permanecía. Pero llegando mediados de octubre, la tía Lupe lo rescataba, y le devolvía la dignidad de bote tamalero.

Las aguas, el uso y la intemperie hicieron estragos. Un día aparecieron agujeros en el bote. Don Nicolás, el señor que arreglaba cosas de lámina con cautín ya tenía mucho tiempo de tener una veladora prendida en la ofrenda y flores en su tumba. La tía Lupe dejó de hacer tamales en el bote.

Permaneció en el olvido y atrás de la casa por varios años, hasta que una de las nueras lo descubrió. Le dijo a su esposo que bien le serviría como maceta. Ese fue su nuevo uso. Pero se necesitaba mucha tierra para llenarlo y moverlo de lugar era un lío. Así que se convirtió en bote para basura. 

Algunos años, cuando sonaba la campana para llevarse la basura, la nuera de la tía Lupe o sus hijos sacaban arrastrando el bote hasta la calle, donde pasaba el camión de volteo. Con las cubetas el asunto era sencillo: uno de los señores lo aventaba al interior de la caja y el que estaba dentro lo vaciaba. Pero con el bote era distinto, pues era entre dos que debían subirlo y descargarlo. Cuando llegaron las bolsas de plástico y las de polipapel, el bote que trajo el tío Bulmaro a la tía Lupe sirvió para guardar lugar en la calle. 

Y es que la calle que había sido empedrada fue cubierta por los albañiles que mandó el presidente municipal con una reja de varilla y una capa de cemento, piedra y cal. Los coches ya eran muchos y no había dónde aparcarlos. Se ocupaban sillas o rejas de plástico. El bote, encadenado a un poste, apartaba lugar.  

Fue así como un día el bote sirvió para guardar sitio a la carroza que llegó por la caja en la que habían colocado el cuerpo de la tía Lupe. El auto partió con rumbo al cementerio con la procesión de mujeres y hombres de negro atrás, llevando flores y velas encendidas, unas rezando el rosario y otros hablando de qué conocidos ya habían muerto o de los achaques que padecían otros más.


Un día el bote desapareció. Pasó tiempo para que el hijo de la tía Lupe se diera cuenta. Y eso porque cuando llegaron a la casa, después de ir al camposanto a dejar flores, un coche estaba estacionado, ocupando su sitio. El bote no estaba. Se lo llevaron. También la cadena.  

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